Como periodista, se asume que uno tiene el derecho y el deber de informar correctamente, con total apego a la verdad y al bienestar común que ésta supone en la sociedad. Generalmente es así, si te toca la fortuna de trabajar en medios que se respeten. ¿Pero qué pasaría si no te toca la suerte? Tendrías que elegir entre tu empleo o tu paz mental. Ahí, como individuo con facturas que pagar en casa y tal vez hasta con familia dependiendo de tu miserable salario que ganas exponiéndote a innombrables peligros por tu vocación, la posibilidad de perder tu empleo por ”moralista” no entraría en discusión si llevar leche a la casa fuese una necesidad fundamental.
Puede ser paranoia, pero la simple idea de no poder defender lo que pensara me aterrorizó tanto que no esperé a que se siguieran desarrollando los blogs y periódicos digitales, así como otros pequeños medios independientes que hoy funcionan para muchos colegas como medio de trabajo fijo y sustento de su familia. Ése era uno de mis mayores temores: que algún jefe me hiciera escribir o firmar alguna publicación en la que no creyera, en la me sintiera un títere, en la que me sintiera desmoralizada.
Estaba cada día más claro: para que mi respeto por el periodismo se perpetuara hasta el último de mis días, tenía que buscar otra fuente de ingresos de los cuáles subsistir; para que la libertad de expresar mis palabras no se perdiera por la coerción de las más básicas necesidades.
”Una vez periodista, siempre periodista” recuerdo que me dijo un colega hace años cuando justificaba mi decisión de matricularme en la carrera de Administración de Empresas en la universidad, en vez de la licenciatura en Comunicación (el paso lógico, decían, tras dos años de estudios técnicos y estar laborando en un periódico de circulación nacional a mis tiernos 18).
Hoy recuerdo con honda desolación ese día, no por arrepentirme, pues no lo hago, sino por mi ingenuidad al pensar que un cambio de campo profesional sería suficiente para seguir respetándome, cuidando celosamente la calidad de mi trabajo, invirtiendo recursos que me permitieran asegurar la pulcritud del servicio brindado.
”Porque el jefe es el que paga”, ”porque lo dijo el jefe”, ”así lo mandaron a poner de arriba” son algunas de las frases que más rechinan en mi cabeza ante una irracionalidad obligada. Encuentro estas ”justificaciones” indignantes para explicar la mediocridad en la que algunos empleados nos vemos involucrados por ”órdenes del jefe”.
Sucede en todos los ámbitos: públicos y privados; en la violencia económica a la que es sometida la esposa que se queda en casa a cuidar de la familia; en los favores políticos desde el Estado a quienes financiaron la campaña; en los gerentes inseguros que coartan el talento de sus subordinados por miedo a que se destaquen por una perspectiva diferente a la que conocen; con los jefes que no se permiten la apertura a la participación de los demás por miedo a que se desvele algún error, porque estos jefes no pueden equivocarse (categóricamente).
Me ha tocado comandar equipos un par de veces en mi vida y en mi experiencia docente me ha ha correspondido estar a cargo. En cada ocasión en la que fue mi responsabilidad dar una instrucción, hice mi mejor esfuerzo por asegurarme de que mi equipo se sintiera identificado con las razones detrás de cada decisión tomada por considerar una falta de respeto a las competencias de quienes trabajaban conmigo el asumir que ”no entenderían”.
¿Existe mayor humillación que la impotencia ante la impuesta mediocridad profesional? Estoy segura de que hay cuadros mucho más indignantes, pero dependerán de la escala de valoración de cada uno. Para mí, la sensación es tan desagradable que pareciera que la amargura no desaparecería ni comiendo chocolates hasta explotar.